10 oct 2007

La confesión


En uno de esos días en los que uno siente que el tiempo es ancho y ajeno, y no encuentra mejor cosa que hacer que reorganizar escritorios, estantes y libreros, en esos días en que apelamos a la depuración como recurso mata-tiempo y nos convencemos de que se está haciendo algo útil... un día como hoy, encontré refundido en montañas de papel inservible un cuadernillo verde muy delgado que me llevó casi teletransportada a mi vida colegial. Y me invadió el demonio poderoso de la nostalgia. Era la Recopilación de Trabajos Escritos (título sugerente a antología de grandes obras jaja) que muy acertadamente el Profesor Zorán Herrera nos obligó a hacer hace ya 7 años, cuando era el alicaído docente de Literatura en nuestro artístico 9no B. Al finalizar ese año, el del milenio, nos pidió que reuniéramos todas nuestras creaciones que incluían poesía, cuento fantástico, cuento realista, monólogo y fábula. Creo yo que tenía él la esperanza de que alguno de nosotros tomara las riendas literarias y esa primera obra fuera un recuerdo valioso de nuestros pininos en las letras, pero de cualquier modo sin darnos cuenta, para los que se volvieron escritores y los que no, este fue el mejor regalo que nos pudo dar Zorán.


El leer algo que hemos escrito hace tanto tiempo (en mi caso no tiene tanta importancia la cantidad de años, sino el cambio de la adolescencia a la juventud) es como ver una fotografía de alguna época que creíamos olvidada, muy remota y que nos hace dar cuenta de los cambios que poco a poco nos han ido (curtiendo) moldeando. Solo que a diferencia de una imagen en la que vemos nuestro aumento de altura, peso, pelo (aunque en muchos casos este último disminuye), un escrito nos desnuda más, nos presenta mejor una época interna y toda la problemática, influencia e ideas que rondaban por esos días. Podemos encontrarnos con grandes sorpresas, emociones o pensamientos a veces olvidados provenientes de esos tiempos que recordamos con algún cuentito que nos sorprende en un cajón, o si mirando cosas viejas hallamos un poema, en una servilleta casi borrado (para los que saben).


De todas las cosas que hallé yo, me quedo con el monólogo que pongo a continuación. En estas líneas vi de nuevo mi afición eterna por Eguren y solo cambié la lámpara por el vestido azul. Recordé al padre César y sus homilías dominicales que encandilaban al más ateo, ese acento valenciano y ojos azul cobalto que carajeaban a la hora de la confesión pero hacían sentir redimido verdaderamente al que acudía a él. Pero sobre todo recordé mi amor platónico con un seminarista, toda una época en la que poco me faltó para llamarlo Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero (nombre que he repetido de memoria al escribir este post como un recuerdo empolvado pero imborrable), y yo por momentos sentirme Sierva María de Todos los Angeles. A mis 14 años, creo que valoraba mucho a Gabo y los Otros Demonios. Lógicamente, esa ilusión nunca prosperó y ahora él y yo somos grandes amigos. A pesar de los 15 años que nos separan, voy a visitarlo de vez en cuando a la parroquia en los quintos apurados donde lo ha mandado el obispo. Y estoy pensando seriamente en llevarle esta historia.

"La confesión"

Y ahí está de nuevo. Entra ella bien vestidita para la misa, y se persigna justo a la altura de la imagen de San Francisco. Ve que ya no quedan asientos. He llegado tarde. Otra vez parada. Se acuerda que tiene que confesarse porque hace semanas que no le ha contado sus pecaditos. Y aquella niña vestida de azul, hizo fila para el confesionario. Ahí está Diego, qué horror. Seguramente se acuerda de lo del otro día. ¿Debí haberlo besado? ¡Ah, qué mas da! Ya avanzaba la fila. ¿Quién estará confesando? Espero que no sea el padre Juan. ¡Ay! Siempre que lo veo me pongo nerviosa. Tiene unos ojos azules de película, y siempre es dulce. ¡Ay, Dios mío! ¡En qué diablos pienso! La niña se ha reído, y todo el mundo volteó para verla. ¿Por qué me miran sarta de hipócritas? Al menos yo vengo con buenas intenciones, ¡no soy como ellos… no soy como ellos!

Es el turno de aquella niña inquieta, que ha estado tronándose los dedos, y riéndose a cada rato. “Quien solo se ríe, de sus maldades se acuerda”. La niñita ha entrado en el confesionario y se ha encendido la luz rojita del foco. Está nerviosa. Es el padre Juan quien está confesando. ¿No dije? Yo siempre tengo mala suerte. Ahora voy a empezar a tartamudear. Ave María Purísima. Sin pecado concebida Santísima. Cuéntame tus pecados, hija mía. Le contó sus historias. ¿Qué pensará el padre? No es justo. ¿Por qué debemos contarles a los padres? ¿No es suficiente con hablar con Diosito? ¿Y a quién le contará sus pecados el padre? Porque yo sé que nadie es santo, así que el padre debe tener sus cositas. ¿Pensará en chicas alguna vez? Seguro que sí. Pobrecito, debe aguantarse. ¿Eso es todo? Sí, padre. Estás perdonada… reza cinco Ave Marías, y anda con Dios. Gracias, padre.

Ya salió la niñita. ¡Uf! Ya pasó. No fue tan malo como esperaba. Pero ya comulgaron. Tendré que esperar al próximo domingo. Podemos ir en paz. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

Y así la niña del vestido azul salió de la iglesia, con cara radiante y una gran sonrisa. Ahora, a comerme un dulcecito.